Sentía que la observaban. Lo sentía día y noche, cuando se acostaba y cuando se levantaba, en la madrugada y el mediodía, a medianoche, al amanecer, en el ocaso, por las tardes y durante las mañanas. Lo sentía cuando caminaba, cuando hablaba, cuando desayunaba, cuando dormía. Lo sentía en casa, en el mercado, en la plaza, en el campo, en el mar. Paseaba, tejía, cocinaba, se bañaba... y se sentía observada. Recogía restos de comida por el suelo, tropezaba, se reía... y se sentía observada. Volvía la mirada a sus espaldas, a la tierra que pisaba, al dorso de sus manos, a las puntas de su cabello enredado... y aún allí seguían observándola. Un día, que parecía ser no más que un día cualquiera, reunió el valor suficiente para retirar la tela lisa que había estado durante siglos cubriendo el espejo cóncavo de su dormitorio. Y allí lo vio. Pudo observarlo con la misma sensación con la que ella era observada. A partir de entonces, no volvió a ver nada.