Me dijo que la siguiera. Y cuando quise darme cuenta, ya era demasiado tarde, ya me había adentrado en su juego. Susurraba mi nombre con la sutileza de las mariposas que se posan sobre los pétalos de las marchitas flores que sobrevivieron a la yerma primavera. Y se acercaba a mí. Tanto, que podía sentir su aliento erizando el bello de mi nuca, cortando la piel de mi cuello, deslizándose por cada gota de vida que recorría mis venas. Su sola presencia cerca me impedía respirar, estremecerme, pensar. Me apremiaba. Se aseguraba de que no me encontrara en la quietud de la monotonía, y en su lugar me ofrecía el más absoluto vacío, me empujaba hacia los abismos de mi subconsciencia, hasta la trampa de mis más temidos miedos. Yo me dejaba llevar sin oponer resistencia. Era mucho lo que no tendría jamás, mas demasiado poco lo que había de perder. La Nada me atraía hacia así con los cánticos ligeros del sueño, de las pesadillas, en tanto que la esperanza se zafaba con brusquedad de mis manos, ofendida por mis pesadillas, por esa desconfianza que crearon en mí los chillidos de las grullas y los gemidos de los insectos en la madrugada.