Me enseñó muchas, muchas cosas. Me enseñó todo lo que sé, todo lo que en algún momento fui. Me enseñó a aprender, a afrontar mis propios miedos, a sobrevivir al dolor, a encontrar la esperanza en el rincón más oscuro, la luz en el pozo más profundo. Me enseñó a continuar caminando, a pesar de las heridas. Y me enseñó a escuchar con la mirada, a ver con los oídos, y a sentir el contacto con el aire. Engendró opiniones, sentimientos, sensaciones, moral. Conformó pasos, decisiones, determinaciones, errores. Y continuó estando ahí mucho después, confundiendo a la percepción, arrancando al raciocinio del deber, del poder, del saber, del conocer, del querer aprender, del rectificar. Conciencia que se revuelve como se revuelven los grumos del pasado, densos, presentes, amargos. Desear no reconocer que el mejor sitio en el que puedes estar es el que desconoces, allí donde tus puntos débiles le pertenezcan sólo al secreto de tu vulnerabilidad. Perdida, sí. Perdida. Sola, sí. Sola. Completamente desorientada por esa mano que ya no me tiendes, ese guiño de ojos que ya no me conforta, esa sonrisa de complicidad que se perdió en algún vago recuerdo que creí recordar en los abismos de algún sueño, una noche cualquiera de invierno.
Estás aquí aún. Lo sé. Siempre lo he sabido. No creas que nunca he dejado de pensar que tus lágrimas son la sed de mi respiración contenida.